El otro día en Milenio 3 estuvieron hablando del infierno. Según un teólogo que habían invitado el infierno era el mayor de los sufrimientos durante la eternidad (o eso creí entender mientras sucumbía al sueño). ¿Durante la eternidad? A todo se acostumbra uno.
Me recordó a la fiesta de navidad de mi empresa en la que acabamos en un sitio horrible, una discoteca horrorosa con una música terrible a todo volumen, donde encima hacía mucho calor y servían garrafón. Vale, quizás no era exactamente el mayor de los sufrimientos, pero si yo logré acostumbrarme a ese lugar en una hora por qué no podría acostumbrarme al infierno. Recuerdo que estamos hablando de la eternidad y que en todo ese tiempo te da lugar incluso de ver todos los capítulos de Arrayán.
Por eso discrepo con el teólogo. El infierno no puede ser la eternidad, al contrario, debe ser algo realmente horrible pero puntual. Permitirte vivir en el cielo con felicidad plena y todos tus deseos satisfechos sin saber en qué momento recibirás tu justo castigo. Sentir continuamente la espada de Damocles sobre tu cabeza. Vivir con esa incertidumbre, ese es el infierno.
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