El teléfono sonó en casa de
Samanta. Ella descolgó rápido porque esperaba ansiosa la llamada.
–¿Cristina?
–Sí, soy yo.
–¿Qué tal tu cita con Luis?
Cuenta, cuenta… –dice mientras coge una posición más cómoda.
–Genial, tía.
–¿Qué paso? ¿A dónde fuisteis?
–La verdad que la cosa empezó
regular. Fuimos al centro comercial y allí, claro, hay aparcamiento subterráneo
y es un aparcamiento que está muy bien hecho con los espacios grandes. Hombre,
lo hizo muy bien, todo hay que reconocerlo pero la dificultad era mínima.
–Vaya, tía. ¿Pero luego la cosa
mejoró?
–Que si mejoró… Me llevó luego a
la zona de bares.
–¿Y dónde aparcó?
–En la misma calle principal.
–¿En serio? –preguntó Samanta que
cada vez se sentía más caliente.
–En serio. Y tú bien sabes que yo
siempre he dicho que a mí el tamaño no me importa pero el sitio era
superpequeño y su coche un Toyota de estos grandes.
–Uff, tía… Sigue contando –suplicó
Samanta mientras jugaba con uno de sus pezones.
–Pues a la primera, casi no tuvo
que maniobrar.
–Dios…
–No sabes cómo me puso.
–Me lo imagino –contestó Samanta
llevando la mano libre a su entrepierna.
–Tía te tengo que dejar que está
a punto de llegar para llevarme para intentar aparcar por el centro en plena
hora punta.
–Joder tía, Luis es un máquina.
Pero ten cuidado que van muchas detrás suya.
–Normal, dice que es capaz de
aparcar a dos ruedas…
Tras colgar, Samanta se levantó
del sofá y se acercó al balcón para observar su calle. Vio como un pequeño Renault
entraba con la más que posible intención de buscar aparcamiento, pero se sintió
decepcionada cuando el muy degenerado lo dejó en segunda fila.
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