domingo, 20 de marzo de 2011

El hipermercado

Cuando era pequeño, a primeros de mes íbamos toda la familia a comprar al hipermercado: mis padres, mi hermana mayor y yo. Si hay algo que siempre me ha llamado la atención de los hipermercados son las puertas automáticas que se abren cuando te acercas. Mis teorías acerca de cómo funcionaba eran varias:
1. Se abre con la mente. La persona que quiere entrar se concentra para que la puerta se abra. Sin embargo esta teoría no se sostenía porque por mucho que me concentraba para que no se abriera acababa abriéndose (aunque también existía la posibilidad de que inconscientemente quisiera que se abriera y por eso lo hacía finalmente).
2. La puerta era un lector de almas. Si la persona tenía buenas intenciones de ir a comprar se abría. Sin embargo si quería robar algo se quedaba cerrada.
3. Hay un hombre que vigila a través de una cámara continuamente quien va a entrar y abre la puerta. Esta teoría era bastante verosímil ya que efectivamente había una cámara en la puerta pero, sinceramente, era la que menos me gustaba.
Recuerdo que siempre me reñían porque me entretenía en la puerta, alejándome y acercándome una y otra vez para ver si conseguía que la puerta en algún momento se equivocase y se quedara cerrada pero nunca lo conseguía, incluso disimulaba como si no quisiera entrar y luego iba corriendo hacia la maldita puerta cuando menos se lo esperase, pero siempre funcionaba. Al final mis padres tenían que cogerme de la mano y arrastrarme dentro.
Como éramos unos niños bastante pesados y nos aburría con facilidad ir de compras les pedíamos a mis padres ir a la sección de libros para leer nuestros tebeos favoritos. Allí nos esperaban Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape y sobre todo, el que más me gustaba a mí, Superlópez. Aquel día no fue una excepción y mi madre, que era la que tenía la última palabra, finalmente concedió en que fuéramos con la condición de que no nos moviéramos de allí y los esperásemos. Sabíamos que si nos portábamos bien algún tebeo nos comprarían así que siempre les hacíamos caso pero esta vez no fue así ya que de camino a la sección de libros, cuando atravesábamos la sección de deportes, topamos con algo a lo que un niño no se puede resistir: una mesa de ping-pong absolutamente libre para jugar. Recuerdo como destacaban las paletas de color rojo sobre el tablero verde y la pequeña pelota de color blanco justo debajo de una de ellas.
Aunque molestamos a montones de clientes e incluso en un golpe mal dado mi hermana tuvo que distinguir la pelota de entre los huevos de la cesta de la compra de una señora, increíblemente ningún dependiente nos detuvo en nuestra diversión hasta que de repente desde la megafonía se escuchó el siguiente anuncio:
“Atención, Victoria y Zacarías Lara Peláez, diríjanse a la puerta de entrada, sus padres les están buscando”.
Con el juego habíamos olvidado por completo que nuestros padres nos buscarían en la sección de libros. Corrimos como locos hasta la entrada donde el ceño fruncido de mis padres nos anunciaba que no estaban precisamente contentos.
-¿Dónde os habíais metido? ¿No os dije que esperaseis en la sección de libros?- bramó mi madre cogiéndome de la mano y tirando de mí hacia la caja.- Nos teníais preocupados.
-Ya no os separáis más de nosotros cuando vayamos a comprar- sentenció mi padre en su tono alto y autoritario.
-No nos dimos cuenta. Estábamos jugando al ping-pong- intentó excusarse mi hermana.
Yo en estos casos prefería quedarme callado con un nudo en la garganta. Mi hermana siempre ha sido más contestona, mientras que yo siempre he aguantado las broncas con admirable estoicismo. Sin embargo cuando pensaba que ya había pasado lo peor y habíamos salido a la caja me di cuenta de algo terrible. Al meterme la mano en el bolsillo descubrí que tenía la pelota de ping-pong, con las prisas me la había metido en el bolsillo cuando salimos corriendo en busca de nuestros padres y mientras nos acercábamos a la puerta automática que daba a la calle empecé a pensar, aunque ahora pueda sonar ridículo, en cómo se pondrían mis padres cuando descubrieran que había robado algo y, si intentaba ocultárselo, era muy probable que al salir saltase algún tipo de alarma que me delatase. Me solté de la mano de mi madre y empecé a caminar más despacio. La puerta se abrió como siempre y mis padres y mi hermana salieron, pero yo me quedé justo en el umbral de la puerta sin salir del todo, con medio cuerpo dentro y medio fuera. En ese momento se cerró.

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