Soledad había visto la preocupación en los ojos de su hijo en cuanto entró por la puerta. Era normal, en su empresa estaban despidiendo a muchos, aunque él de momento mantenía el trabajo. Su hijo le había preguntado que por qué iba tan maquillada y ella le había dicho que era una ocasión especial porque hacía ya dos años que no venían y quería estar guapa para sus nietos.
Su nuera sin embargo si pareció haberse dado
cuenta, sobre todo cuando le preguntaba por qué no comía nada ella que siempre
había tenido tan buen apetito. Incluso en Nochevieja, justo unos minutos antes
de comer las uvas, le había preguntado si estaba bien porque la notaba pálida.
Soledad se había escabullido como buenamente pudo.
Soledad guardó los papeles de regalo que
habían sobrado en el cajón mientras recordaba con una sonrisa como, durante la
cabalgata, su nieto Jaime no había parado de coger caramelos hasta que la bolsa
rebosó, mientras el pequeño Rubén había permanecido un poco asustado abrazado a
sus piernas y eso que cuando llegaron a casa, en Nochebuena, no la había
reconocido como su abuela debido al tiempo que había pasado. Luego se dejó caer en el sofá totalmente exhausta tras esos días y llamó por teléfono.
Estaba tranquila. Los enfermeros la trataron
muy educadamente y se la llevaron en una de esas ambulancias amarillas.
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