jueves, 4 de noviembre de 2010

Clases de natación

Un verano, cuando tenía seis años, mi madre nos apunto a mi hermana, tres años mayor que yo, y a mí a clases de natación. Mi madre, mujer práctica donde las haya, tomó una decisión que marcaría mi aprendizaje: como los horarios de mi hermana y los míos no coincidían decidió mentir en mi edad y así poder llevarnos a la misma hora y ahorrarse un viaje. Lo marcaría en el sentido negativo ya que no aprendí a nadar, pero no quiero echarle la culpa a ella que, al fin y al cabo, no sabía nada de pedagogía submarina, si es que eso existe. Lo hizo sin mala intención, seguramente pensaba que con los niños mayores aprendería más rápido. No quiero dar lecciones, pero si alguien piensa eso que se lo quite rápidamente de la cabeza.
Ya el primer día de clase mi madre me advirtió de que se me preguntaban mi edad debía responder ocho años. Para que luego digan que los niños siempre decimos la verdad. Cuando el monitor me preguntó qué edad tenía le respondí la mentira que mi madre me había enseñado. Debí sonar convincente porque aunque no aparentaba ocho años, ya que era bastante bajito y enclenque, me permitieron seguir en las clases con niños dos o tres años mayores que yo.
Lo primero que se hace en las clases de natación es ver cómo nadas para ponerte con el grupo adecuado según tu nivel. El monitor, un tipo alto, musculoso y de voz grave y profunda que imponía bastante respeto, nos ordenó a todos que nos tirásemos al agua en la parte más honda de la piscina. A pesar de ser más joven que mis compañeros fui el más sensato de todos y el único que no se lanzo a la muerte segura, pero no sirvió de nada cuando el monitor me agarró como si pesara una pluma y me lanzó al agua con mis compañeros. Dando manotazos y pataleando como pude logré llegar al bordillo a asirme a él. Mi nivel estaba claro y fui a parar al pelotón de los torpes.
Esa primera experiencia resultó bastante traumática para mí y decidí que, a partir de entonces, nunca más me alejaría del bordillo y adentrarme en las zonas abisales de la piscina y evitar, en todo lo que pudiera, a ese malvado y bruto monitor. En lo primero no hubo mucho problema, al menos los primeros días, ya que a los torpes la mayoría del tiempo nos ponían a hacer ejercicios con las piernas o los brazos agarrados al bordillo o con un corcho para que no nos hundiésemos. En lo segundo ya tuve más problema porque yo era bastante reticente a seguir las órdenes más arriesgadas y que pusieran en peligro mi integridad física, como tirarme al agua sin bajar por las escalerillas o nadar en zonas donde no hacía pie. Mi madre aun recuerda con nostalgia al monitor gritando mi nombre mientras ella nos esperaba tomándose un vino dulce en el bar de la piscina. Dice que era lo único que se escuchaba de nuestras clases desde allí
Todo parecía ir bien y, de hecho, el curso estaba terminando sin que me hubiera ahogado, aunque tampoco sin que hubiera aprendido a nadar. Sin embargo aun quedaba lo peor. El último día y como demostración hacia nuestros progenitores, todos los alumnos del curso de natación debíamos lanzarnos desde el trampolín a la piscina de 5 metros de profundidad. O desde el trampolín de 5 metros de altura a la piscina… La verdad es que no lo recuerdo, solo sé que yo no podía saltar desde allí. Sin embargo allí estaba yo, en la fila de la escalerilla del trampolín dispuesto a subir. Ese día dije que estaba malo del estómago pero no debió sonar tan convincente como la mentira de la edad porque ni mis padres ni el monitor se lo tragaron. Mientras ascendía podía ver a mis padres que se iban empequeñeciendo paulatinamente hasta casi convertirse en hormigas. También me preguntaba cómo era posible caer desde esa altura en una piscina tan pequeña, aunque no sabía que era mejor, si caer en la piscina o en el suelo. Quería dar vuelta atrás pero ya no podía, también tenía una fila de alumnos detrás que estaban ascendiendo y que no se apartarían porque a un niño cobarde le hubiera entrado el canguelo. ¡Pero yo no era cobarde, tenía tres años menos que ellos! Finalmente llegué arriba del todo y allí estaba el malvado monitor. A esas alturas, nunca mejor dicho, no tenía mucha escapatoria. Mis pies intentaron adherirse al trampolín lo máximo posible, pero no pudieron hacer nada contra el empujón del monitor que no tuvo ni pizca de compasión conmigo. Mi madre siempre ha lamentado no haber llevado una cámara fotográfica para inmortalizar mi cara mientras caía a la piscina. Es verdad eso que dicen que, cuando estás a punto de morir, tu instinto de supervivencia saca lo mejor de uno mismo y es que, no sé cómo, pero buceé magníficamente hasta la superficie y luego nadé hasta el bordillo con un estilo bastante aceptable según todos los testigos. Inmediatamente salí del agua y vomité.
Allí acabaron mis aventuras acuáticas. A partir de entonces me dediqué a aprender a nadar de forma autodidacta y es que a mi madre le prohibieron volver a inscribirnos en las clases de natación cuando en una charla posterior del monitor con mis padres en los que ellos le agradecían la paciencia que había tenido conmigo le confesé que en realidad tenía seis años.

4 comentarios:

Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 Unported.