miércoles, 23 de marzo de 2011

La vida en dos nudos (extended version)

Justo después de leer la nota que su mujer le ha dejado pegada en la nevera, con un imán en forma de corazón, junto a la lista de la compra y el papel donde anotan cuando piden la bombona de butano, Javier arruga el papel y lo tira a la basura. Se dirige hacia la puerta de la cocina, pero cuando está a punto de salir se detiene, maldice algo entre dientes y da media vuelta. Recoge el papel que acaba de tirar y utiliza la parte de atrás para dejar una escueta nota de suicidio:
“Dejo todo a mis gatos”.
Bueno, más bien es un testamento que una nota de suicidio, pero vayamos al grano. Javier entonces baja por las escaleras de madera que dan al sótano de la casa, busca entre todos los objetos que allí se amontonan sin orden ni concierto hasta que encuentra una cuerda de considerable grosor. Comprueba su resistencia tirando de ella con fuerza y, luego, como si acabase de ver un fantasma, se queda petrificado recordando algo que le paso hace muchos años.
Una profesora de aspecto autoritario va pasando uno por uno por los pupitres de los alumnos, mientras éstos se afanan por ensayar lo que la profesora les acaba de enseñar. La profesora es vieja, delgada y viste todo de negro. En la mano lleva una regla con la que se va dando golpecitos en la falda mientras camina:
-Muy bien Pepito, un nudo perfecto. Excelente María, aunque quizás podrías apretarlo un poco más…
Por fin se detiene delante de un chico gordito y mal vestido, el único que no tiene compañero. La profesora coge el gurruño que hay encima de su mesa con dos dedos y lo muestra a toda la clase.
-¡Javier! ¿Qué demonios es esto?
Toda la clase se ríe. Menos Javier, claro.
Javier se desvanece del sueño o recuerdo con un sonoro “¡qué coño!”. Y sube las escaleras del sótano, entra en el salón, enciende el ordenador y, en un buscador del cual no diremos el nombre para no hacer publicidad a Google, teclea sin tener que llegar a escribirlo íntegramente ya que se lo autocompletaron: cómo hacer nudos corredizos.

domingo, 20 de marzo de 2011

El hipermercado

Cuando era pequeño, a primeros de mes íbamos toda la familia a comprar al hipermercado: mis padres, mi hermana mayor y yo. Si hay algo que siempre me ha llamado la atención de los hipermercados son las puertas automáticas que se abren cuando te acercas. Mis teorías acerca de cómo funcionaba eran varias:
1. Se abre con la mente. La persona que quiere entrar se concentra para que la puerta se abra. Sin embargo esta teoría no se sostenía porque por mucho que me concentraba para que no se abriera acababa abriéndose (aunque también existía la posibilidad de que inconscientemente quisiera que se abriera y por eso lo hacía finalmente).
2. La puerta era un lector de almas. Si la persona tenía buenas intenciones de ir a comprar se abría. Sin embargo si quería robar algo se quedaba cerrada.
3. Hay un hombre que vigila a través de una cámara continuamente quien va a entrar y abre la puerta. Esta teoría era bastante verosímil ya que efectivamente había una cámara en la puerta pero, sinceramente, era la que menos me gustaba.
Recuerdo que siempre me reñían porque me entretenía en la puerta, alejándome y acercándome una y otra vez para ver si conseguía que la puerta en algún momento se equivocase y se quedara cerrada pero nunca lo conseguía, incluso disimulaba como si no quisiera entrar y luego iba corriendo hacia la maldita puerta cuando menos se lo esperase, pero siempre funcionaba. Al final mis padres tenían que cogerme de la mano y arrastrarme dentro.
Como éramos unos niños bastante pesados y nos aburría con facilidad ir de compras les pedíamos a mis padres ir a la sección de libros para leer nuestros tebeos favoritos. Allí nos esperaban Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape y sobre todo, el que más me gustaba a mí, Superlópez. Aquel día no fue una excepción y mi madre, que era la que tenía la última palabra, finalmente concedió en que fuéramos con la condición de que no nos moviéramos de allí y los esperásemos. Sabíamos que si nos portábamos bien algún tebeo nos comprarían así que siempre les hacíamos caso pero esta vez no fue así ya que de camino a la sección de libros, cuando atravesábamos la sección de deportes, topamos con algo a lo que un niño no se puede resistir: una mesa de ping-pong absolutamente libre para jugar. Recuerdo como destacaban las paletas de color rojo sobre el tablero verde y la pequeña pelota de color blanco justo debajo de una de ellas.
Aunque molestamos a montones de clientes e incluso en un golpe mal dado mi hermana tuvo que distinguir la pelota de entre los huevos de la cesta de la compra de una señora, increíblemente ningún dependiente nos detuvo en nuestra diversión hasta que de repente desde la megafonía se escuchó el siguiente anuncio:
“Atención, Victoria y Zacarías Lara Peláez, diríjanse a la puerta de entrada, sus padres les están buscando”.
Con el juego habíamos olvidado por completo que nuestros padres nos buscarían en la sección de libros. Corrimos como locos hasta la entrada donde el ceño fruncido de mis padres nos anunciaba que no estaban precisamente contentos.
-¿Dónde os habíais metido? ¿No os dije que esperaseis en la sección de libros?- bramó mi madre cogiéndome de la mano y tirando de mí hacia la caja.- Nos teníais preocupados.
-Ya no os separáis más de nosotros cuando vayamos a comprar- sentenció mi padre en su tono alto y autoritario.
-No nos dimos cuenta. Estábamos jugando al ping-pong- intentó excusarse mi hermana.
Yo en estos casos prefería quedarme callado con un nudo en la garganta. Mi hermana siempre ha sido más contestona, mientras que yo siempre he aguantado las broncas con admirable estoicismo. Sin embargo cuando pensaba que ya había pasado lo peor y habíamos salido a la caja me di cuenta de algo terrible. Al meterme la mano en el bolsillo descubrí que tenía la pelota de ping-pong, con las prisas me la había metido en el bolsillo cuando salimos corriendo en busca de nuestros padres y mientras nos acercábamos a la puerta automática que daba a la calle empecé a pensar, aunque ahora pueda sonar ridículo, en cómo se pondrían mis padres cuando descubrieran que había robado algo y, si intentaba ocultárselo, era muy probable que al salir saltase algún tipo de alarma que me delatase. Me solté de la mano de mi madre y empecé a caminar más despacio. La puerta se abrió como siempre y mis padres y mi hermana salieron, pero yo me quedé justo en el umbral de la puerta sin salir del todo, con medio cuerpo dentro y medio fuera. En ese momento se cerró.

domingo, 13 de marzo de 2011

La vida en dos nudos

De pequeño se reían de él porque no sabía atarse los zapatos. Morir ahorcado resultó una curiosa ironía.

jueves, 10 de marzo de 2011

Ideas personalizadas

En época de crisis a mis amigos les ha entrado la vena emprendedora. Dejo el enlace de la sugerente iniciativa empresarial, la cual para qué voy a explicar si ya la página lo hace estupendamente.


martes, 1 de marzo de 2011

Metáfora trillada sobre la ceguera

Cuando, tras la operación, le quitaron la venda y pudo por fin ver, el mundo le pareció mucho más cutre de lo que había imaginado. Lo primero que vio fue a su mujer y pensó que cómo se había podido engañar por su dulce voz, era la mujer más fea que había visto en su vida, si bien era la primera. Descubrió que el resto de sus sentidos le habían estado engañando durante toda su vida, de camino a casa los edificios le parecieron mucho más bajos de lo que intuía, los coches la cosa más horrible que pudiera haber imaginado, no sabía cómo la gente les podía tomar tanto cariño y el cielo simple y aburrido, lo único que le podía llamar la atención que era el sol no se podía mirar directamente. Sus hijos también resultaron ser bastante feos aunque viendo a su mujer y luego a sí mismo delante de un espejo pudo comprender por qué. Descubrió que su sentido del tacto debía estar atrofiado porque siempre le hizo sentir que él y su familia eran guapos. Su casa le pareció mucho más pequeña de lo que imaginaba y no pudo comprender que no hubiera tropezado con nada casi nunca cuando prácticamente no había sitio para pasar de un sitio a otro. Cuando empezaron a llegar sus amigos para la celebración empezó a agobiarse por la falta de espacio y porque podía ver la mentira en sus ojos y, además, sintió envidia ya que las mujeres de sus amigos sí le parecieron atractivas. Decidió salir de casa cuando nadie le prestaba atención, la gente iba apresurada de aquí para allá, nunca había podido pensar que el mundo fuese con tanta prisa pero cuando se paró delante de un escaparate lleno de relojes pudo comprender por qué, y es que le pareció vertiginosa la velocidad con la que se movía el segundero. Después de mucho andar subió a la parte alta de la ciudad y vio la puesta de sol. Eso sí le gusto, no le pareció tan triste como le habían dicho y cuando terminó volvió la añorada oscuridad.
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