viernes, 19 de noviembre de 2010

¡Atención! ¡Mucho cuidado con las páginas de antiguos alumnos!

Al parecer la creadora en el Tuenti de la página de antiguos alumnos del Colegio Público Pablo VI ha decidido que yo nunca estudié allí y me ha eliminado como amigo e incluso bloqueado. De nada han servido los casi 10 años que pasé en ese colegio, mi libro de escolaridad y las brillantes notas que aún conservo. La causa de este cambio en mi pasado ha sido que, el 5 de noviembre de 2010, fui felicitado por la susodicha creadora por mi santo y yo le contesté que mi santo es el 6 de septiembre. Es decir, no solo quiere decidir acerca de si estudié o no en ese colegio, sino que también quiere hacerlo acerca de cuándo es mi santo. Para colmo es un colegio público y, se supone, laico, aunque el nombre del colegio pudiera hacer suponer lo contrario, así que los santos deberían dar un poco igual.
Quizás no haya sido solo por eso. Hace unos meses le recriminé que utilizara la página para propósitos comerciales, tales como vender su antiguo coche o alquilar su apartamento en la playa. A continuación hice publicidad de mi libro, haciéndole ver que estaba tomándole el pelo, aunque realmente me molestaba tanta publicidad por su parte. Pero se ve que la gota que ha colmado el vaso ha sido que no acepte que mi santo es el 5 de noviembre (cuanto menos curioso).
Pero no es tan malo. A partir de ahora podré poner en mi curriculum que, debido a mi singular inteligencia, pasé directamente de la guardería a 7º de EGB en el Colegio Antonio Machado. Y ahora que esta persona ha modificado sustancialmente mi pasado puedo entender completamente la obra de Orwell. Muchas gracias.

martes, 16 de noviembre de 2010

El talento de John Tricevski

Aquella mañana, como tantas otras mañanas, a John Tricevski lo despertó el beso de una mujer diferente a las de las demás mañanas. A John le molestaban esos arrumacos matutinos cuando lo que quería era seguir durmiendo y, aunque estuvo a punto de ceder a aquel voluptuoso cuerpo juvenil, finalmente consiguió separarse de ella y hacerle un gesto para que se marchara. Ella hizo como si no lo entendiera y se pegó de nuevo a él.
-¡Oh John! Lo de esta noche ha sido indescriptible. Es increíble que puedas demostrar tanta pasión sin decir ni mu.
John no dijo nada y se limitó a sonreír de manera pícara mientras le volvía a hacer un gesto con las manos para que saliera de su habitación.
-Vamos John… Pensaba que lo nuestro era algo especial…- insistió ella con voz dulce. John se limitó a levantar la ceja contraria a la que levantó la noche anterior para conseguir llevársela a la cama. Ella comprendió al instante.- ¡Mierda! ¡Ya veo como eres! Pues si crees que te vas a librar de mí tan rápidamente estas muy, muy, pero que muy equivocado. Una no caza a un actor de cine todos los días.
John cogió una pequeña pizarra que tenía encima del escritorio y después de escribir unas palabras la colocó debajo de su cabeza tal como hacían en las películas mudas en las que actuaba:
VETE DE AQUÍ O LLAMARÉ A SEGURIDAD.
La joven, indignada, cogió su ropa, esparcida por toda la enorme habitación de la mansión del gran actor John Tricevski, y se marchó. John acurrucó su valioso rostro sobre la almohada, rostro del que habían llegado a decir que lograba expresar más sentimientos que una novela de William Shakespeare, y siguió durmiendo.
Al cabo de un par de horas un hombre cano, de andar pausado se acercó, bandeja en mano, a la habitación de John Tricevski y llamó a su puerta. Una voz estridente y chillona salió del otro lado:
-Adelante.
Aunque su mayordomo estaba acostumbrado a escucharla no pudo evitar sentir un escalofrío ante tan horripilante voz. Mientras abría la puerta y dejaba el desayuno en la cama se preguntaba qué pensaría todos los admiradores y, sobre todo, las admiradoras si supieran cual era el timbre de voz de “su amo”. John, por el contrario, admiró el maravilloso desayuno continental que su servidumbre le había preparado. La vida en esos momentos se podía decir que era perfecta, el sol brillaba a través de la ventana y unas juguetonas ardillas correteaban por las ramas del roble centenario que presidía su enorme jardín de estilo francés. No había nada que pudiera estropear esa apacible mañana, pero este día no era un día cualquiera. Hizo una señal a su mayordomo para que le trajera el periódico y empezó a untar mermelada. Cuando su mayordomo le trajo el periódico ya había engullido más de medio croissant. Con singular pericia y sin soltarlo desplegó el diario y comenzó a leer.

06 de octubre de 1927
THE NEW YORK ENQUIRER
Se estrena “El cantante de Jazz”, primera película sonora de la historia.
Con esta película la Warner Bros inaugura la era del cine sonoro.

John Tricevski casi se atraganta al leer el titular. “¿Cine sonoro? ¿Qué demonios es eso?”, pensó. Con un simple gesto de su rostro de inigualable mímica gestual, ordenó a su mayordomo que se pusiera en contacto con su agente y concertara una cita con él a las 19:30 en el White Horse Tavern.
A John le parecía que las horas pasaban más lentas que nunca. Luego se dio cuenta de que su reloj se había parado, aún así consiguió no llegar demasiado tarde a la cita. Su agente, Ed Thompson le esperaba en la concurrida barra con una cerveza en la mano. En cuanto le vio le enseñó el titular del periódico y, a pesar del humo que atestaba el local y el cuarteto de Jazz que hacía virguerías sobre el escenario, Ed supo cual era la preocupación de su cliente.
-John, John, John… Sabíamos que este día llegaría.
John puso cara de no saber de qué le estaba hablando.
-¡Oh vamos John! Era cuestión de tiempo que inventaran el cine sonoro. La gente necesita sonidos, necesita música, necesita escuchar la sensual voz de la protagonista y la varonil voz del galán. De hecho te lo avisé- dijo Ed apuntándole con el dedo.
John puso cara de no recordar cuando se lo avisó.
-¡Demonios John! Te lo dije montones de veces. Tenías que trabajar con tu voz, era tu punto débil. No me digas que no lo has hecho. ¡Maldita sea John! No digas nada, tu silencio habla por ti. Este es el fin John, es el fin de tu carrera. Espero que hayas ahorrado lo suficiente para vivir el resto de tu vida.
John puso cara de no haber ahorrado ni para los próximos cinco minutos.
-No puede ser. ¿Y tu mansión?- respondió Ed mirando a John a la cara-. Ya veo, hipotecado hasta las cejas.
John asintió. Esta era más fácil.
-Está bien John. Todavía tengo algo para ti. ¿Conoces el cruce de la 5ª Avenida con la 58ª? Acaba de morir el tipo que tocaba el acordeón en esa esquina. Quizás… no sé… podrías trabajar de mimo.
Y ese día se apagó la estrella fugaz de John Tricevski, actor de cine mudo y posteriormente mimo en el cruce de la 5ª Avenida con la 58ª. Sin embargo el negocio de mimo también se vio avocado al fracaso cuando inventaron al mimo sonoro y John fue olvidado para siempre.
El resto de su miserable vida John siempre admiró a Harpo Marx.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Clases de natación

Un verano, cuando tenía seis años, mi madre nos apunto a mi hermana, tres años mayor que yo, y a mí a clases de natación. Mi madre, mujer práctica donde las haya, tomó una decisión que marcaría mi aprendizaje: como los horarios de mi hermana y los míos no coincidían decidió mentir en mi edad y así poder llevarnos a la misma hora y ahorrarse un viaje. Lo marcaría en el sentido negativo ya que no aprendí a nadar, pero no quiero echarle la culpa a ella que, al fin y al cabo, no sabía nada de pedagogía submarina, si es que eso existe. Lo hizo sin mala intención, seguramente pensaba que con los niños mayores aprendería más rápido. No quiero dar lecciones, pero si alguien piensa eso que se lo quite rápidamente de la cabeza.
Ya el primer día de clase mi madre me advirtió de que se me preguntaban mi edad debía responder ocho años. Para que luego digan que los niños siempre decimos la verdad. Cuando el monitor me preguntó qué edad tenía le respondí la mentira que mi madre me había enseñado. Debí sonar convincente porque aunque no aparentaba ocho años, ya que era bastante bajito y enclenque, me permitieron seguir en las clases con niños dos o tres años mayores que yo.
Lo primero que se hace en las clases de natación es ver cómo nadas para ponerte con el grupo adecuado según tu nivel. El monitor, un tipo alto, musculoso y de voz grave y profunda que imponía bastante respeto, nos ordenó a todos que nos tirásemos al agua en la parte más honda de la piscina. A pesar de ser más joven que mis compañeros fui el más sensato de todos y el único que no se lanzo a la muerte segura, pero no sirvió de nada cuando el monitor me agarró como si pesara una pluma y me lanzó al agua con mis compañeros. Dando manotazos y pataleando como pude logré llegar al bordillo a asirme a él. Mi nivel estaba claro y fui a parar al pelotón de los torpes.
Esa primera experiencia resultó bastante traumática para mí y decidí que, a partir de entonces, nunca más me alejaría del bordillo y adentrarme en las zonas abisales de la piscina y evitar, en todo lo que pudiera, a ese malvado y bruto monitor. En lo primero no hubo mucho problema, al menos los primeros días, ya que a los torpes la mayoría del tiempo nos ponían a hacer ejercicios con las piernas o los brazos agarrados al bordillo o con un corcho para que no nos hundiésemos. En lo segundo ya tuve más problema porque yo era bastante reticente a seguir las órdenes más arriesgadas y que pusieran en peligro mi integridad física, como tirarme al agua sin bajar por las escalerillas o nadar en zonas donde no hacía pie. Mi madre aun recuerda con nostalgia al monitor gritando mi nombre mientras ella nos esperaba tomándose un vino dulce en el bar de la piscina. Dice que era lo único que se escuchaba de nuestras clases desde allí
Todo parecía ir bien y, de hecho, el curso estaba terminando sin que me hubiera ahogado, aunque tampoco sin que hubiera aprendido a nadar. Sin embargo aun quedaba lo peor. El último día y como demostración hacia nuestros progenitores, todos los alumnos del curso de natación debíamos lanzarnos desde el trampolín a la piscina de 5 metros de profundidad. O desde el trampolín de 5 metros de altura a la piscina… La verdad es que no lo recuerdo, solo sé que yo no podía saltar desde allí. Sin embargo allí estaba yo, en la fila de la escalerilla del trampolín dispuesto a subir. Ese día dije que estaba malo del estómago pero no debió sonar tan convincente como la mentira de la edad porque ni mis padres ni el monitor se lo tragaron. Mientras ascendía podía ver a mis padres que se iban empequeñeciendo paulatinamente hasta casi convertirse en hormigas. También me preguntaba cómo era posible caer desde esa altura en una piscina tan pequeña, aunque no sabía que era mejor, si caer en la piscina o en el suelo. Quería dar vuelta atrás pero ya no podía, también tenía una fila de alumnos detrás que estaban ascendiendo y que no se apartarían porque a un niño cobarde le hubiera entrado el canguelo. ¡Pero yo no era cobarde, tenía tres años menos que ellos! Finalmente llegué arriba del todo y allí estaba el malvado monitor. A esas alturas, nunca mejor dicho, no tenía mucha escapatoria. Mis pies intentaron adherirse al trampolín lo máximo posible, pero no pudieron hacer nada contra el empujón del monitor que no tuvo ni pizca de compasión conmigo. Mi madre siempre ha lamentado no haber llevado una cámara fotográfica para inmortalizar mi cara mientras caía a la piscina. Es verdad eso que dicen que, cuando estás a punto de morir, tu instinto de supervivencia saca lo mejor de uno mismo y es que, no sé cómo, pero buceé magníficamente hasta la superficie y luego nadé hasta el bordillo con un estilo bastante aceptable según todos los testigos. Inmediatamente salí del agua y vomité.
Allí acabaron mis aventuras acuáticas. A partir de entonces me dediqué a aprender a nadar de forma autodidacta y es que a mi madre le prohibieron volver a inscribirnos en las clases de natación cuando en una charla posterior del monitor con mis padres en los que ellos le agradecían la paciencia que había tenido conmigo le confesé que en realidad tenía seis años.
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